sábado, 26 de noviembre de 2011

Nocturnidades

La primera vez que vine a Londres, hace más de diez años, fue en Navidad, y lo que nunca olvidaré de aquella visita es la impresión que me causó la caída del sol a eso de las tres de la tarde. Desde la puerta de la casa de mi cuñada yo miraba a un sol débil realizar ese arco ridículo de los días de invierno, un recorrido que se iniciaba mucho después de habernos despertado y haber tomado un té. Lo más probable es que no eche de menos el año que viene esta circunstancia del invierno, aunque nunca se sabe. Cuando llegué a España trasplantado de Suiza yo, en los calores de Septiembre de Córdoba, echaba mucho de menos los olores húmedos de la fermentación junto a los canales, o las montañas de nieve, o las casas con calefacción. Uno pasaba más frío en los inviernos de Córdoba que en los de Berna. Que el sol tenga más presencia durante el invierno y no tanta durante el verano se agradecerá, sin embargo.

Es la única nocturnidad a la que me entrego en esta etapa de mi vida. Hace algunos años pasaba noches en blanco hablando, fumando y bebiendo. Luego, incluso, iba al trabajo tras una ducha que renacía todo mi cuerpo menos mis ojos. Hoy me horroriza la idea. Prefiero esta nocturnidad de café, sin resacas, mirando a la ventana la oscuridad negra de la mañana, esperando en el cielo los primeros signos del amanecer: ese azul que se va aclarando poco a poco entre las nubes grises que vuelan con prisa hacia el Este.

domingo, 20 de noviembre de 2011

A contratiempo

Caí enfermo el lunes, hace una semana. Llegué a casa y me puse el termómetro y marcaba 38,5. Desde entonces comencé a tomar paracetamol, para poder ir al trabajo, para estar medianamente despierto como para leer los documentos del Máster. En buena hora me he metido a hacer el Máster, con lo a gusto que vivía yo leyendo mis libros. Ahora no tengo tiempo. James se ha puesto enfermo también y aunque me alegra poder levantarme a las cuatro de la mañana no me hace gracia que quiera estar todo el rato cogido en brazos, pobrecito, con su nariz llena de mocos y su mirada brillante. Es un lío que todo se junte, porque se convocó el otro día el concurso de traslados y ahí voy buscando papeles y tratando de decidir qué centros solicito antes y qué otros después, hasta un total de 300 como máximo. Esto me provoca la ansiedad natural de quien sabe que tiene que mudarse de casa, que tenemos que volver a España, y que ahora mismo, cuando escribo, hay mucha gente de fiesta porque ha ganado un partido político que me sigue dando un poco de miedo. Me he obligado a no llevar en la mochila ningún libro, si no en el tren, en lugar de estudiar, me pongo a leer como hacía mucho tiempo atrás, evadiendo los libros de texto. Los libros se han quedado en casa, sobre todo en el cuarto de baño, que es donde sí me permito seguir leyéndolos. Terminé Piedra Infernal de Malcolm Lowry y me pareció mejor libro que el del volcán o el de la tumba, la verdad. Escribía muy hermoso. Una pena su vida, sin embargo. Me siento en la taza del váter y me pongo a leer los libros que no puedo leer en otro lugar. Detrás de la puerta James da golpes con algún juguete. No me inmuto. Sigo leyendo. Llegó hace unos días The Sea, de John Banville. Escribe tan bien que estoy deseando encerrarme otra vez allí. No oiré que aporrean la puerta, ni que gritan mi nombre o dicen "papá, abre".