La primera vez que vine a Londres, hace más de diez años, fue en Navidad, y lo que nunca olvidaré de aquella visita es la impresión que me causó la caída del sol a eso de las tres de la tarde. Desde la puerta de la casa de mi cuñada yo miraba a un sol débil realizar ese arco ridículo de los días de invierno, un recorrido que se iniciaba mucho después de habernos despertado y haber tomado un té. Lo más probable es que no eche de menos el año que viene esta circunstancia del invierno, aunque nunca se sabe. Cuando llegué a España trasplantado de Suiza yo, en los calores de Septiembre de Córdoba, echaba mucho de menos los olores húmedos de la fermentación junto a los canales, o las montañas de nieve, o las casas con calefacción. Uno pasaba más frío en los inviernos de Córdoba que en los de Berna. Que el sol tenga más presencia durante el invierno y no tanta durante el verano se agradecerá, sin embargo.
Es la única nocturnidad a la que me entrego en esta etapa de mi vida. Hace algunos años pasaba noches en blanco hablando, fumando y bebiendo. Luego, incluso, iba al trabajo tras una ducha que renacía todo mi cuerpo menos mis ojos. Hoy me horroriza la idea. Prefiero esta nocturnidad de café, sin resacas, mirando a la ventana la oscuridad negra de la mañana, esperando en el cielo los primeros signos del amanecer: ese azul que se va aclarando poco a poco entre las nubes grises que vuelan con prisa hacia el Este.
Rafa me gusta como escribes. Ya estas mejor? Tu nocturnidad serena produce prosa muy sugerente. Un beso
ResponderEliminarHermanito! Hacía tiempo que no te leía y me ha encantado, como siempre :)
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