domingo, 15 de julio de 2012

Madrid

Madrid tiene algo de provinciano que nunca antes había percibido, pero al mismo tiempo también tiene ese aspecto de cosmopolitismo que caracteriza a las grandes ciudades. Madrid tiene, en sus calles limpias del centro, en especial la calle de Felipe V, la plaza de Oriente, incluso Bailén mirando a los jardines de Sabatini, una tranquila alegría de vivir que está muy ajena a lo que mis amigos de la calle Cadarso me dijeron luego: lo que al día siguiente anunció el presidente del gobierno, que nos quedábamos sin paga extra de navidad, que subía el IVA, etc. Siempre me ha gustado enterarme de las cosas un poco antes que los demás, pero esta no me gustó e incluso la puse en duda. Me dijeron: no te pierdas el consejo de ministros del próximo viernes. Pero el presidente no llegó al viernes. Lo soltó antes.

Al salir era tarde, demasiado tarde para mis costumbres de granjero que se va a la cama con el sol y se despierta con el mismo, que ya es decir en un país en el que amanece a las cuatro de la mañana en julio. Mi intención era subir por Bailén en busca del metro de Ópera, pasar de nuevo por la fachada del Palacio Real, pero se me fueron los ojos tras las sirenas y luces azules de la policía y el amontonamiento de la gente en la Plaza de España, a la altura del metro, con lo que me dirigí hacia allí con un interés algo distante. Tardé un poco en comprender que toda aquella gente esperaba a los mineros, a todos esos de los que se llevaba hablando en los periódicos muchos días, los que habíamos visto en la BBC lanzando cohetes contra una policía que ahora los escoltaba, qué curioso.

Venían muy despacio por Princesa, y yo me encontraba muy cansado. Al subir por la calle Leganitos vi desde la altura la lejanía de los mineros y pensé que no merecía la pena esperar más de una hora, así que decidí pasear por Gran Vía hasta Callao. Era media noche pero había tanta gente que apenas se podía avanzar, gente que paseaba en ambas direcciones, niños llorando o cogidos de la mano de sus padres, niños dormidos en sus carritos, parejas agarradas como si quisieran ir en un solo cuerpo compartido bajo los veinte grados de una noche de verano. Eso era la Gran Vía, pensé, como el paseo marítimo de una ciudad costera. Por eso tal vez no caminaba yo tranquilo, no con esa tranquilidad que lo hago por Londres, sabiendo de antemano que no voy a encontrar a nadie conocido. Sea que estoy demasiado acostumbrado a oír conversaciones callejeras en inglés, oyéndolas por las calles de Madrid se me ocurría que cada persona que hablaba me iba a conocer, así que por eso caminaba yo como en el pueblo, mirando los rostros e imaginando en cada uno los rastros de una emigración pasada y antigua, pero ahora que escribo me doy cuenta de eso, de que ese algo de provinciano que tiene Madrid no lo tiene Madrid, lo tenemos nosotros, los que hacemos Madrid, aunque sea por unos días.

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