sábado, 16 de junio de 2012

Árboles

Cuando llegamos a esta casa lo primero que hicimos fue plantar dos árboles, uno de ellos un pino enano del norte, de crecimiento lento, y el otro... Bueno, el otro árbol no sé cómo se llama, lo encontré en la primera casa de alquiler donde vivimos en Inglaterra, en la casa de Shelley Close. El anterior dueño había instalado un curioso sistema para recoger el agua de la lluvia del tejado de la casa y del garaje, y esta iba a parar a un bidón. Si queríamos regar, siempre teníamos agua a disposición en aquel bidón de color verde. Un día me fijé y vi que salía de dentro una rama. Era una ramita en la que despuntaban las primeras hijas de la primavera, así que tiré de ella y descubrí que al final de la misma colgaban unas raíces. Incomprensiblemente, aquel ser vivo había podido nacer y crecer en un entorno acuático, sin tierra. Me quedé mirando aquella rama y me dio pena, así que la metí en una maceta.

Cuando llegamos a Maxwell Gardens planté el arbolito, cuyo nombre desconozco, aunque lo he buscado incesantemente, al fondo del jardín. Ahora, cinco años después, cuando es momento de irnos, tiene seis metros de altura. Le tengo cariño yo a este árbol sin nombre que se llena de flores blancas en primavera. Le tengo el mismo cariño que se le puede tener a un chucho callejero que uno adoptara y salvara de la mala vida de la calle y de las noches sin caricias.

El otro día vino una mujer a ver la casa (sigue en venta) y hablaba, como para sí, de cortar los árboles. Alexander puso cara de espanto y, una vez solos, hizo un discurso en inglés sobre los árboles que tenía que haber escrito. No creo que le vendamos la casa a esta arboricida, de todas formas.


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