lunes, 26 de noviembre de 2012

Los ciervos

Ya es la segunda vez que viajo entre semana en tren entre las estaciones de Pitis, en el Norte de Madrid, y Las Rozas, camino de Collado Mediano, pero sólo esta segunda me he percatado que nada más salir de la estación de Pitis, que se encuentra desolada en un paisaje de parcelas con farolas que no funcionan y con carreteras cortadas, como si en cualquier momento las empresas constructoras se vayan a poner manos a la obra, aunque uno sabe perfectamente que no, que eso no va a ocurrir próximamente, sino que ese paisaje que se ha vuelto común comienza a ser también una seña de identidad y un símbolo de lo que también somos: un país que no termina lo que emprende, y nada más dejar atrás ese espacio como de boceto, lleno de automóviles aparcados de cualquier manera en los solares y sobre los charcos de barro, uno se sumerje en los encinares de El Pardo, y al momento, si estás atento, ves los ciervos pastando en la hierba.

Mi mirada de asombro o de sorpresa es la única en el vagón de tren, donde todo el mundo va a lo suyo, navegando o escuchando música con el móvil, leyendo un libro (una muchacha lee con mucha atención un libro que se titula La enseñanza destruida), y nadie parece querer sacar la vista hacia afuera: la tierra se ha cubierto de una hierba preciosa, blanda, que al contraste con el sol hace apetecer tumbarse en ella, junto a los gamos que limpian sus cornamentas en las chaparreñas. 

En Villalba, una vez atravesado el bosque de Torrelodones, viendo a la gente salir y entrar de los vagones de los trenes, me doy cuenta de que la mayoría de nosotros hemos abandonado lo rural hace mucho tiempo, y que somos urbanitas sin remedio, en un viaje que seguramente no tiene vuelta atrás, pues hemos perdido incluso lo innato del mirar, de lanzar la mirada hacia lo lejos, hacia los montes, e identificar la vida que se mueve y que se relaciona al margen de nosotros. 

lunes, 12 de noviembre de 2012

Valentías individuales

Supongo que es fácil ampararse en la colectividad mayoritaria para reivindicar algo, algo que comienza a considerarse verdad, como por ejemplo en Tarragona, donde estuvimos el fin de semana pasado, con las ventanas de las casas de los pueblos llenas de banderas independentistas catalanas, o como pasa también en las manifestaciones grandilocuentes de los defensores de la familia tradicional y católica, que llevan niños y bebés a unos encuentros amparados por obispos y políticos de derecha o de extrema derecha que, algunos de ellos, están viviendo su homosexualidad encerrados en armarios.

Ante la convocatoria de huelga general las valentías individuales valen más que las estadísticas: las estadísticas siempre mienten, o al menos, ocultan información. Todo el mundo lo sabe, por eso los expertos de marketing estudian, sobre todo, estadística. Es curioso que las matemáticas, esa ciencia infalible, se haya convertido en una ciencia que encubre opiniones partidarias. Yo no tengo que ser valiente para hacer huelga, como soy funcionario solo tengo que hacer frente al descuento de sueldo pertinente. Emma, sin embargo, hará huelga en un sistema privado en el que la delegada sindical ya le ha informado de que si se suma a l huelga su puesto de trabajo peligra. ¿Cuánta gente valiente, en estos días de incertidumbre y de hambre, se van a atrever a secundar una huelga con la que están poniendo en peligro la alimentación de sus hijos? Y lo otro: ¿cuántos trabajadores, deseando secundarla, no pueden, aun siendo su derecho, porque tienen miedo de ser despedidos?

Las estadísticas, como siempre, mentirán. La verdad está en los casos individuales. Por ellos.

domingo, 4 de noviembre de 2012

No pumpkin

Pumpin es una de las nuevas palabras del pequeño James. Nos alegró mucho que empezara a utilizarla en las inmediaciones de la noche de Haloween, cuando la calabaza que habíamos comprado se iba convirtiendo parte en sopa, parte en pastel, parte en cabeza: Pamping face. Lo que pasaba era que utilizaba la palabra pumpkin en los lugares menos esperados. Solía decir "no pumpkin", y no lo entendíamos, al pobre. Sólo nos reíamos. Hasta que paseando por el barrio de pescadores de Tarragona se agachó para abrir una verja cerrada de un local comercial, y no pudiendo abrirla me dijo "no pumpkin". Salté de alegría y corrí a decirle a Emma que ya comprendía lo que el pequeño James estaba diciendo: "no pumpkin" significaba "no puedo". Todavía nos estamos riendo.