jueves, 27 de octubre de 2011

Una vez en la vida

Le regalé a Emma por nuestro aniversario una cena en el restaurante del Hotel Claridge que desde hace poco dirige Gordon Ramsey a través de uno de sus lugartenientes, el chef Steve Allen. Comida estupenda, ambiente inmejorable y sabores ni siquiera imaginados en una noche corta y preciosa. Como no tenemos costumbre de salir ni de beber, yo esta mañana tenía una resaca de otros tiempos que aplaqué como pude a las seis de la mañana (con James sonriente y deseoso de jugar) con dos pastillas de ibuprofeno.

Gordon Ramsey es uno de los grandes chefs de la cocina inglesa (siempre se dice que en Inglaterra se come muy mal), futbolista profesional en su juventud, tuvo que ser defensa porque tiene la cara llena de cicatrices, y reconvertido en apasionado chef con varios programas de televisión en los que defiende con lenguaje procaz la frescura de los alimentos. La comida que ofrece en el Claridge´s es estupenda y carísima. Pero son cosas que uno hace una vez en la vida.

Por cierto, la habitación 212 del Hotel Claridge fue durante un día territorio yugoslavo, qué curioso. Fue una decisión del gobierno británico para que el príncipe Alejandro de Yugoslavia pudiera nacer en su país. Curioso también que el príncipe, cuando se hizo mayor, terminara casándose en el pueblo sevillano de Villamanrique de la Condesa con una princesa llamada María de la Gloria, supongo que en casa llamada MariGlo, algo así. Y es que siempre termina uno en casa, aunque se vaya lejos a cenar.

sábado, 22 de octubre de 2011

Encapuchados

Los vi ayer por la mañana, mientras preparábamos las mil cosas que uno necesita si tiene dos hijos, uno de ellos, bebé, antes de salir de casa, dónde están los zapatos, ¿has metido fruta en la bolsa de James?, el libro de la biblioteca, no olvides devolverlo, y las imágenes de la BBC, la televisión apenas audible con el jaleo de los niños y las prisas de siempre por la mañana, ¿qué pensarán los vecinos de al lado?, y no sé por qué, tal vez el barrido de mi mirada buscando otra cosa pasó por la pantalla y allí estaban los tres, con sus capuchas blancas, aparecidos de una época medieval que ya creímos pasada, un Ku Klux Klan desarraigado o trasplantado, el titular: ETA ceasefire.

Hace muchos años pusieron una carga de trescientos kilos de..., ¿amonal? al final de la avenida Carlos III de Córdoba. Era a primera hora de la mañana, tal vez las siete, cuando la luz del día todavía no se ha adueñado de la ciudad, cuando pasa, como cada mañana, el minibús que lleva a los oficiales y suboficiales del Ejército de Tierra hacia Cerro Muriano, me acuerdo perfectamente porque yo cogí muchas veces aquel minibús cuando estaba haciendo la mili. Había otra carga, una mochila tal vez, que habían dejado en un contenedor de basura, no sé por qué hicieron eso, poner una carga de trescientos kilos en una furgoneta y otra de dos kilos y medio, sus razones tendrían. Mi padre pasaba a aquella hora por allí todos los días. Tomaba a veces un café en aquel bar, otras simplemente seguía con su coche hacia la fábrica ASLAND, donde entonces estaba trabajando. Pasaba justamente por el lateral de la avenida donde veía cada mañana detenido el minibús de los militares, como lo llamaba. Pero aquél día, cuando arrancó el coche, se dio cuenta de que se había olvidado parte de su comida en casa. Quitó la llave del contacto, cerró el coche, subió las escaleras, abrió la puerta, mi madre le preguntaría qué pasa, Chati, ¿qué se te ha olvidado?, y él diría que el bocadillo, o la botella de gazpacho, o lo que fuera. Cogió lo olvidado del frigorífico o del congelador y se marchó de nuevo, y se retrasó el tiempo suficiente como para que cuando iba llegando a la altura del minibús ya no pudiera seguir avanzando con el coche, vio las sirenas de la policía y las ambulancias llegar desde muchos sitios al mismo tiempo y tuvo que coger calles laterales para llegar al trabajo con retraso, pero con vida. Aquella vez los trescientos kilos de explosivo no explotaron, pero sí la mochila o la bolsa que hubiera en el contenedor, que segó la vida de un sargento joven llamado Miguel Ángel Ayllón. Hubieran podido ser muchos más si el detonador, o como se llame, hubiera funcionado.

Qué importante es a veces llegar tarde a los sitios.


martes, 11 de octubre de 2011

Contar la vida

A veces tiene que morir un escritor para comprar uno un libro suyo, y me da pena decir que cuando me enteré de la muerte de Thomas Mermall, un completo desconocido, no pude sino encargar en Amazon sus memorias, tituladas Semillas de gracia, que llegó a casa el fin de semana, editado bella y sobriamente por Pre-Textos. Siempre quise escribir y contar mi vida, o parte de ella, o la que pertenece a mis abuelos o a mis padres, pero depués de leer la extraordinaria primera parte de Semillas lo único que se me ocurre es agachar la cabeza o esconderla como las avestruces, pues junto a las experiencias del niño Thomas, con seis años de edad, bajo la ocupación nazi, mi historia, tal vez cualquier historia que yo pueda contar, no resiste la comparación, y cae en pedacitos tristes de papel rasgado. Venía hoy al trabajo en la bicicleta, pedaleando lentamente, pensando, mientras me dejaba adelantar por todos, mirando los árboles de mi querido Hyde Park, que es injusto que haya biografías o autobiografías que vayan a quitar espacio o posibilidades a las que realmente son necesarias que se lean, necesarias porque contribuyen a crear una humanidad mejor detrás o a pesar del horror. Thomas fue el único niño judío que salvó la vida en aquella zona de la actual Ucrania. Y salvó la vida gracias a un señor que no le importó jugarse su vida y la de su mujer y la de sus hijos por ayudarle a él y a su padre. "Los seres humanos pueden hacer", escribe Thomas "el bien por el bien mismo. De no ser así, yo no estaría vivo para escribir estas páginas".

Por casualidad esta mañana también me topé con un artículo de Luis Antonio de Villena sobre Semillas de gracia donde recuerda eso de que "dijo alguien que si cada ser humano escribiera sus recuerdos y fuera sincero (aunque lo hiciera sin arte) el patrimonio mental de la humanidad ganaría mucho". Leyendo a Thomas Mermall uno aprende o puede aprender a hacer un trabajo de autosinceridad, pues la tiene delante. Tal vez sea lo que nos queda, tratar de ser sinceros y nunca rencorosos, contar la vida para colaborar en una mejor humanidad, porque siempre ha sido posible.

Curiosamente hoy se ha anunciado la llegada a las librerías de la biografía de Pepe Reina, portero del Liverpool. Llenará escaparates, estará amontonado como cajas de refrescos sobre el suelo de las librerías Waterstones mientras el librito de Mermall yacerá oculto en un rincón, tímido pero verdadero.

viernes, 7 de octubre de 2011

Adiós al verano

Era a principios de septiembre cuando yo vislumbraba la llegada del otoño, con sus vientos espantosos y hojas cayendo suavemente de los arces de Hyde Park, y sin embargo el 1 de octubre, hace una semana justamente, gracias a esas bolsas de aire caliente que uno nunca se explica a pesar de atender escrupulosamente a las explicaciones del experto de turno en la televisión, o gracias a lo que la sabiduría popular denomina indian summer, nos fuimos de excursión a la playa, a Camber Sands Beach, por más señas, una playa de arena blanca y dunas como las de Bolonia, y con un agua no más fría, así que pudimos bañarnos y nadar y coger almejas en uno de los cubos de juguete que Alexander llevaba para hacer castillos de arena. Como habíamos llegado a las diez de la mañana y nos lo estábamos pasando tan bien no nos dimos cuenta de que la playa se llenaba sin interrupción, que un río constante de familias llegaban a ella con sus neveras y sus sombrillas y sus toallas y sus inútiles cometas, pues no hacía viento, con perros, con niños, con abuelos, con balones de plástico y de reglamento, y cuando al fin nos dimos cuenta estábamos tan rodeados de gente que aquello dejó de recordarme a Bolonia y me trajo sin embargo a la memoria los peores fines de semana de agosto de la playa de Fuengirola, quien haya estado allí sabrá de lo que hablo. De modo que como ya nos había dado mucho sol y eran las dos de la tarde decidimos volver a casa. Todavía llegaba gente a la playa, y por la carretera estrecha que llega al mar una larga fila de coches esperaba a entrar en un parking donde ya no cabía ni una mosca, y en las inexistentes cunetas había cientos de coches aparcados. Día precioso para nosotros, pero supongo que un infierno para aquellos que todavía esperaban aparcar después de haber estado viajando toda la mañana desde Londres.

Y el espejismo del calor y de la playa y del baño en las aguas del Atlántico ya se ha ido. La calefacción de la casa está encendida. Adiós, verano.