sábado, 22 de octubre de 2011

Encapuchados

Los vi ayer por la mañana, mientras preparábamos las mil cosas que uno necesita si tiene dos hijos, uno de ellos, bebé, antes de salir de casa, dónde están los zapatos, ¿has metido fruta en la bolsa de James?, el libro de la biblioteca, no olvides devolverlo, y las imágenes de la BBC, la televisión apenas audible con el jaleo de los niños y las prisas de siempre por la mañana, ¿qué pensarán los vecinos de al lado?, y no sé por qué, tal vez el barrido de mi mirada buscando otra cosa pasó por la pantalla y allí estaban los tres, con sus capuchas blancas, aparecidos de una época medieval que ya creímos pasada, un Ku Klux Klan desarraigado o trasplantado, el titular: ETA ceasefire.

Hace muchos años pusieron una carga de trescientos kilos de..., ¿amonal? al final de la avenida Carlos III de Córdoba. Era a primera hora de la mañana, tal vez las siete, cuando la luz del día todavía no se ha adueñado de la ciudad, cuando pasa, como cada mañana, el minibús que lleva a los oficiales y suboficiales del Ejército de Tierra hacia Cerro Muriano, me acuerdo perfectamente porque yo cogí muchas veces aquel minibús cuando estaba haciendo la mili. Había otra carga, una mochila tal vez, que habían dejado en un contenedor de basura, no sé por qué hicieron eso, poner una carga de trescientos kilos en una furgoneta y otra de dos kilos y medio, sus razones tendrían. Mi padre pasaba a aquella hora por allí todos los días. Tomaba a veces un café en aquel bar, otras simplemente seguía con su coche hacia la fábrica ASLAND, donde entonces estaba trabajando. Pasaba justamente por el lateral de la avenida donde veía cada mañana detenido el minibús de los militares, como lo llamaba. Pero aquél día, cuando arrancó el coche, se dio cuenta de que se había olvidado parte de su comida en casa. Quitó la llave del contacto, cerró el coche, subió las escaleras, abrió la puerta, mi madre le preguntaría qué pasa, Chati, ¿qué se te ha olvidado?, y él diría que el bocadillo, o la botella de gazpacho, o lo que fuera. Cogió lo olvidado del frigorífico o del congelador y se marchó de nuevo, y se retrasó el tiempo suficiente como para que cuando iba llegando a la altura del minibús ya no pudiera seguir avanzando con el coche, vio las sirenas de la policía y las ambulancias llegar desde muchos sitios al mismo tiempo y tuvo que coger calles laterales para llegar al trabajo con retraso, pero con vida. Aquella vez los trescientos kilos de explosivo no explotaron, pero sí la mochila o la bolsa que hubiera en el contenedor, que segó la vida de un sargento joven llamado Miguel Ángel Ayllón. Hubieran podido ser muchos más si el detonador, o como se llame, hubiera funcionado.

Qué importante es a veces llegar tarde a los sitios.


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