Mi mirada de asombro o de sorpresa es la única en el vagón de tren, donde todo el mundo va a lo suyo, navegando o escuchando música con el móvil, leyendo un libro (una muchacha lee con mucha atención un libro que se titula La enseñanza destruida), y nadie parece querer sacar la vista hacia afuera: la tierra se ha cubierto de una hierba preciosa, blanda, que al contraste con el sol hace apetecer tumbarse en ella, junto a los gamos que limpian sus cornamentas en las chaparreñas.
En Villalba, una vez atravesado el bosque de Torrelodones, viendo a la gente salir y entrar de los vagones de los trenes, me doy cuenta de que la mayoría de nosotros hemos abandonado lo rural hace mucho tiempo, y que somos urbanitas sin remedio, en un viaje que seguramente no tiene vuelta atrás, pues hemos perdido incluso lo innato del mirar, de lanzar la mirada hacia lo lejos, hacia los montes, e identificar la vida que se mueve y que se relaciona al margen de nosotros.
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