sábado, 18 de junio de 2011

Ojos azules

Dos hombres jóvenes están emboscados a la orilla del agua porque saben o han recibido información de que en aquel mismo lugar acostumbran bañarse alemanes de las SS en la veraniega Francia ocupada. Uno de aquellos hombres es Jorge Semprún, aunque tal vez no sea todavía un hombre tal y como lo consideramos ahora, un hombre "hecho y derecho". Para la hechura y la derechura tal vez le quedan unos minutos. Aparece, al otro lado del remanso, un alemán. Baja de su motocicleta, se mira en el espejo del agua, y antes de meterse en el agua, antes de refrescarse la cara y los brazos y los antebrazos, comienza a cantar una canción. La canción se titula La paloma, en alemán. Canta: Kommt eine weisse Taube...


El otro hombre se llama Julien, es joven también, y todavía no es un hombre. Le quedan unos minutos. Ambos, Julien y Jorge, recitan de memoria poemas de Baudelaire. Ahora no, ahora están quietos, oyendo la voz de aquel alemán que canta a la orilla de un río. Semprún tiembla, porque la melodía y la canción popular le recuerda su infancia, una infancia de criadas alemanas en Madrid. Su mano tiembla. La mano que sujeta la pistola automática tiembla, casi choca con una roca. Julien le mira con dureza.

Cuando el alemán de las SS se da la vuelta lo asesinan a balazos, empujado hacia adelante por los proyectiles que le empujan desde atrás con violencia. Disparan Jorge y Julien, los dos, uno al lado del otro, protegidos por el chozo improvisado y estudiado de antemano. Cada detalle al pormenor. Horas antes.

Tardó mucho Jorge Semprún en contarnos la verdad, fue en 1995, en el libro que tituló La escritura o la vida. Ya había escrito sus relatos del infierno el italiano Primo Levi, y tuvo que leerlos. Tarde, pero nunca es tarde cuando la dicha es buena, escribió lo que fue su legado más importante, la memoria de su recorrido por el campo de Buchenwald.

Ahora se ha muerto, pero yo le hago el homenaje que no pude hacerle hace veinte años, cuando debí comprar el libro y leerlo. Lo hago ahora, sin poder entender muy bien cómo alguien puede recitar a Baudelaire, por poner un ejemplo, y también disparar a la espalda de una persona que cae fulminada, empujada hacia adelante por el impulso de los proyectiles. Y mirar luego sus ojos, los ojos del muerto, y comprobar que son azules.

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