sábado, 13 de agosto de 2011

Generaciones



En Octubre de 1915 mi abuela tenía, si no el aspecto, sí la edad que James, sentado sobre sus débiles rodillas, tiene ahora. Parece mentira que después de tantos años esta mujer que mira a la foto pueda seguir sonriendo con esta alegría sincera, alegría y orgullo no tanto por sus bisnietos, que también, sino por haber podido sobrevivir para verlos, para tenerlos ahí, uno sentado sobre sus piernas, el otro apoyando la cara en su hombro. La mujer sentada que sonríe a la cámara tiene el pelo blanco y escaso desde que la vi por primera vez, hace más de cuarenta y un años, cuando mis padres me llevaron a Córdoba el primer verano que pude viajar, con solo un año de edad. El momento se inmortalizó en una fotografía que guardo en algún sitio: un patio cordobés, lleno de plantas y de flores, ella me sostiene en brazos, y mi abuelo, vestido con una sahariana, apoyado en un bastón, sonríe o trata de sonreír, nervioso tal vez por la novedad de esa cámara de fotos que su hijo mayor trae de Suiza, por el nuevo estado en que entra uno cuando recibe, supongo, de su hijo, un nieto. Lo de recibir bisnietos ha de ser otra cosa, algo así como una segunda oportunidad o un segundo regalo que se vive con menor intensidad pero mayor gratitud, supongo, en ese tiempo de sobra que uno está aquí en el mundo esperando a que llegue el momento definitivo. Un pequeño regalo inesperado, como lo es que ella, mi abuela, siga viva, y pueda recordar como si fuera ayer, como yo lo recuerdo, las tardes que me cuidaba mientras mis padres estudiaban en la Universidad Laboral. Llegaba a la Avenida Virgen del Mar una furgoneta que daba tres largos pitidos con el claxon y ella me decía "ya está ahí el de los dulces, ¿quieres un alemán, niño?" Salíamos del portal y comprábamos invariablemente dos alemanes, uno para ella y otro para mí, y los merendábamos con placer sentados en la mesa camilla, ella con un café con leche, yo con un vaso de leche con colacao. Este verano, al despedirnos, le volví a recordar lo mismo, "¿te acuerdas, abuela, de aquellos alemanes que nos comíamos?" Sus ojos pequeños y azules me miraron con cierta indignación: ¿cómo se iba ella a olvidar, niño?

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