sábado, 17 de diciembre de 2011

Soledades

Estuve tanto tiempo viviendo solo entre mis veinticuatro y mis treinta, tan celoso de mi soledad poblada, como la llamaba mi psicoanalista de entonces, porque de ella llegaba a mis sesiones hablando mucho de mis lecturas, que eran, aparte de mis alumnos y mis compañeros de trabajo, las relaciones con los demás que yo tenía, que se me ha olvidado que me gustaba tanto el silencio de la casa. Como estar en un espacio usurpado a otro, a otros, que lo merecieran más. Por entonces era un lujo ocupar una vivienda en soledad, más ahora, con la crisis y el paro y la deuda de los países y el gobierno financiero dictando al mundo (Europa) la política social que autárquicamente hay que seguir. Entonces lo era menos. Pero era raro, en definitiva. Uno era raro por vivir solo. Por no elegir al menos vivir con un compañero de piso, por eso de compartir gastos.

Se ha ido Emma y se ha llevado los niños unos días a Somerset y se me ha quedado la casa vacía y las lágrimas al borde de los ojos y me han asaltado los mismos pensamientos funestos de accidentes en la carretera que no dejaban dormir a mi abuela cada vez que "venían los madrileños", que era, a decir de ella o de mi padre, de higos a brevas. Cada vez que venían los madrileños ella, mi abuela, pasaba la noche en vela, dando vueltas al rosario. San Rafael Bendito, Patrón de los caminantes, guíalos por esos caminos de Dios para que lleguen sanos y salvos. Tengo metidas esas palabras en mi memoria carnal como una marca de fuego y hierro de res de pueblo llano.

Como no podía conmigo mismo en la casa cuando se fueron en el coche y se me quedó la cara de tonto oyendo el ruido del motor alejándose en la puerta de la casa me he ido rápidamente a Bromley a hacer la últimas compras de Navidad, y al salir me he echado al bolsillo el librillo editado por Destino El santo de mayo, de José Jiménez Lozano. Como esta semana el Máster me ha dado un respiro y no tenía más artículos que leer de Perrenoud ni de Pérez Gómez, una mañana antes de salir pitando, como todas las mañanas de mi vida, por no perder el tren que me lleva a Victoria Station, miré de refilón los libros del salón y metí en la mochila ese que tantas veces había empezado y había acabado aburriéndome a las pocas páginas. ¿Cuándo compraría yo ese libro? Sin duda alguna en la época en que vivía solo, en que ganaba dinero y lo gastaba a tontas y a locas comprando libros que sabía no iba a leer, porque había muchos más esperándome. Y he aquí que esta semana, sin saber por qué razón, las historias van entrando en mí como si hubieran sido escritas exactamente para mí y justamente para mí ahora, esos cuentos mínimos que abren el mundo a unos sentires que seguramente no he estado preparado para vivir (sí, vivir, pues leer es también vivir) sino es ahora, en este mismo instante de mi vida en que me he quedado solo y la casa se me llena de voces lejanas, las que ahora suenan en casa de mis suegros. A la pregunta de cómo no he podido leer este libro antes le sigue el agradecimiento al loco que fui hace tiempo, el loco que compraba libros sin ton ni son, sabiendo que no iba a poder leerlos todos. Gracias, me digo a mí mismo, por gastarte un dinero que ahora no tiene precio, Rafael. Gracias por haber traído este libro a Londres y no haberlo guardado en una caja, como tantos otros.


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