sábado, 5 de mayo de 2012

Pedales

Mi abuelo gallego, que se llamaba Aurelio, vaya nombre, viajaba en bicicleta. Lo hacía sobre todo entre la aldea de Baronzás y el pueblo de Xinzo da Limia, que aunque están a un kilómetro de distancia, lo hacía cargado de productos de la tierra que vendía por las calles. Muchas veces, cuando llegábamos a Xinzo a primeros de agosto, nos cruzábamos con él por la carretera, y aunque mi padre tocaba el claxon del coche, él apenas disminuía su ritmo lentísimo de tortuga de cuento. Me preguntaba entonces cómo podía mantener el equilibrio a aquella velocidad. Tenía setenta, y luego ochenta años. Y más tarde noventa. Y seguía viajando en bicicleta, hasta que perdió el sentido de la realidad y se murió muy rápidamente, enloquecido o tal vez más cuerdo de lo acostumbrado: le pedía a mi madre que le trajera un habano encendido en su lecho de enfermo o de muerte.

Me acuerdo de estar junto a él en las siestas orensanas, que son como las de Córdoba, pero con un porcentaje bastante mayor de humedad (multiplique usted por cien). A la sombra de la parra, recuerdo que sacaba del bolsillo un cigarro que había apagado a la mitad hacía quién sabe cuántos días, lo encendía, y leía el resto de una revista tal vez de hacía tres o cuatro años, pues lo mismo le servían para encender el fuego en la cocina de leña cada mañana como para leer una noticia atrasada, un presente hecho historia o nadería, quién sabe.

Me acuerdo mucho de mi abuelo Aurelio, me acuerdo de él casi cada mañana, cuando voy al trabajo y pedaleo en mi bici bajo la lluvia o la neblina o el sol, el frío o el calor. Cada mañana y cada tarde, yendo y viniendo del instituto español, sudo, y ese sudor me limpia, lo mismo que me limpia el trabajo del campo. Lo que hizo que mi abuelo se convirtiera en un ser casi centenario que podía ir en bicicleta por la carretera de Xinzo da Limia.

Yo a la máquina le debo muchas horas de sufrimiento y de libertad desde muy pequeño. De niño, mi tío Paco me regaló una BH que no olvidaré jamás. De joven, en Córdoba, fui de los primeros que reivindicaron, con la práctica, un carril bici que no sé si ha llegado a la ciudad. Y ahora, a mis casi 43 años, la bicicleta me ha devuelto a una juventud que creía había perdido. Tanto sudar y he perdido la barriga que empezaba a preocupar a Emma y a mí mismo, y mis piernas han vuelto a ser las que eran, no esos troncos fláccidos de los que me avergonzaba un año y medio atrás. A Paul Auster le gustaría oírme la historia, seguro, amante como es de los puros y los cigarros como de los deportes que merecen la pena: el baloncesto, el béisbol o, supongo yo, aunque no lo tengo claro, la bicicleta. Volvemos a España, pero lo que a mí me gustaría es irme a Nueva York otros cuantos años, y viajar por aquellas avenidas de taxis amarillos sudando, pedaleando, manteniéndome joven, o lo que es lo mismo, vivo.

1 comentario: